NUQUÍ
Después de quitarle el cinturón, el dinero, la corbata y de extenderle
un libro, los dos policías le introdujeron al calabozo principal. Arnoldo, oriundo
de Nuquí, extranjero en una ciudad que lo excedía, trataba de explicar
afablemente su inocencia. El más obeso de los dos tripudos policías cerró
el candado de la reja, un asistente tomaba la declaración de los hechos.
En la celda había un borracho, una revista de chismes y una dama de
aspecto ambiguo, entre prostituta y congresista. El frio, las tres paredes de
concreto y la reja eran un escenario absurdo y totalmente opuesto a la tierra
de Nuquí; con el cielo rosado por las tardes, el mar opaco e intenso, la
extensión de la playa en forma de arco dándole la bienvenida a las olas que
lograban sobrevivir una hermosa punta de piedra, la escollera de selva virgen, la
particular organización de las casas, todas frente al mar, y la llegada anual
de las ballenas. Nada más lejano a su situación que ver los niños jugando a la
pelota bajo la lluvia en cualquier pedazo de terreno, imagen que
implacablemente permaneció en Arnoldo mientras se quedaba dormido. Pasó la
noche allí. Antes de despertar, justo antes de abrir los ojos, supuso que oiría
el ruido de algún pelícano pardo, que sentiría el calor de su tierra y vería la
luz que atravesaba el mosquitero. Cuando despertó no reconoció ni el mes
ni el año en el que estaba, ni la puerta o el olor de la cobija. La luz
llegaba desde un ángulo infrecuente y los sonidos del borracho, aunque
familiares, (porque borrachos hay en todos lados) lo desconcertaban. Con un movimiento
rápido se sentó y entró en razón, supo donde se encontraba, no preguntó nada al
policía que dormía cómodamente afuera de la celda, tampoco a la mujer que confiaba
en que alguien le ayudara a resolver su situación. Instintivamente abrió el
libro que le habían dado a su ingreso y comenzó a leer.
Joaquín Guzman ®2015
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